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Foto: Objetivo7fotógrafos/Cuauhtémoc Villegas Durán.

Por Cuauhtémoc Villegas/Data2/Objetivo7

No hace falta salir a la calle para comprobar el derrumbe moral del país. Basta con quedarse en casa. El ruido llega solo, entra por la ventana, por las paredes delgadas, por las bocinas del vecino que no duerme: reguetón, corridos tumbados, narcocultura hecha beat, con letras que endiosan la muerte, la droga y la impunidad.

El nuevo altar no está en iglesias ni templos: está en el estéreo de una camioneta polarizada, en la bocina del mercado, en los audífonos de un adolescente que rapea cómo decapitar. El crimen organizado ya no necesita ocultarse. Hoy se celebra. Se convierte en videoclip. Se canta. Y se baila.

¿Qué educación puede dar un país donde los niños aprenden antes a repetir frases de sicarios que poemas? Donde los ídolos son raperos narcos, no pensadores. Donde tener conciencia es de “perdedores”, pero tener cuernos de chivo y Rolex es de “tiburones”.

La violencia sonora no es un asunto menor. Es propaganda disfrazada de fiesta. Es cultura de muerte que se repite hasta que parece natural. Y es también un termómetro de lo enferma que está nuestra sociedad: cuando los gritos de la calle no son por justicia, sino por “la troca blindada” o “el jale que salió fino”.

Y mientras tanto, los que aún conservan un mínimo de decencia se ven orillados al silencio. Al encierro. A vivir con miedo de alzar la voz. Porque aquí, alzar la voz no se premia: se apaga.

México se desangra, sí, pero también se descompone por dentro. Y el ruido es una de las formas más letales de esa putrefacción. Porque una sociedad que glorifica al verdugo y se burla de la víctima ya perdió el alma. Y sin alma, no hay futuro.


“Y el silencio dejó de ser paz… para convertirse en sospecha.”

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