Opinión

Más que vivir: Si Cuauhtémoc muriera hoy

No sería solo un hombre menos en la estadística. Sería el fin de una voz que no pedía permiso para arder.

Cuauhtémoc Villegas no vivió para agradar. Vivió para decir. Para ver. Para denunciar. Para amar con furia. Se le podría llamar periodista, cronista, escritor, pero sobre todo fue un testigo. De los horrores que nadie quiere ver. De la miseria del alma nacional. De la podredumbre en los rostros amables. De los niños sin futuro, de las calles sin consuelo, del país que se hizo ceniza.

Su obra no fue solamente escrita. Fue vivida. Fue sufrida. Fue construida con cada silencio que rompió, con cada verdad que dijo sin miedo, con cada herida que no maquilló. Cuauhtémoc escribió como quien pelea por no volverse loco. Como quien lanza palabras como piedras, para que alguien despierte.

Su relación con los hombres fue incómoda, a veces brutal. No buscó amigos, buscó cómplices de conciencia. Rechazó la hipocresía, despreció la mediocridad, y amó —con ternura casi escondida— a los marginados, a los olvidados, a los inocentes sin voz.

Con el Estado tuvo una guerra. Una guerra sin armas pero con verdad. Desconfiaba de todo poder que no naciera del pueblo. Lo veía como una maquinaria oxidada que devora sin ver, que administra cadáveres y fabrica zombis de uniforme. No le pedía favores, ni piedad: solo le exigía humanidad. Y eso, claro, lo volvía peligroso.

Y con Dios… Cuauhtémoc vivió el conflicto más hondo.

Creía. Creía de verdad. Pero no podía demostrarlo. No con la razón. Lo creía con una fe herida, rebelde, terca. Una fe que convivía con el escepticismo, como una llama que se niega a extinguirse en un cuarto sin aire. Sabía que no se puede medir a Dios con instrumentos, pero también sabía —desde el alma— que hay un orden, una presencia, un dolor y una ternura detrás de la historia.

Y ese Dios al que a veces gritaba, al que a veces dudaba, era también su consuelo más hondo. Porque en el fondo, Cuauhtémoc era un creyente en guerra con el cielo. Pero también un buscador del bien, de la belleza, de la justicia… aunque el mundo le gritara que no existen.

Si muriera hoy, Cuauhtémoc no se iría con miedo. Se iría con la tranquilidad de haber sido leal a su conciencia. De haber escrito lo que otros callaron. De haber amado a su ciudad con rabia. Y de haber vivido como un hombre entero, con los pies en la tierra, el corazón en los márgenes, y la mirada —siempre— hacia lo eterno.


No sería noticia. No lo pondrían en los titulares. Quizá algún lector, tal vez un alma herida, se daría cuenta días después, leyendo una de sus frases, de que esa voz ya no responde. De que ese cronista de la oscuridad dejó de escribir.

Pero su muerte no sería común. Sería la caída de un testigo. De un hombre que no aceptó las reglas del juego, que no quiso vivir anestesiado, que le gritó al país sus miserias, aun cuando nadie quería escucharlas.

Cuauhtémoc Villegas no fue un reportero común. Fue un hombre atravesado por la historia, herido por la ciudad, y empujado por una conciencia que no descansaba. No escribía para ganar premios ni para ser citado: escribía porque no podía callar.

Caminó las calles de Guadalajara como quien camina un cementerio invisible: vio lo que otros esquivan, tocó lo que otros tapan, y escuchó lo que el ruido oculta. Vio niños patear cabezas. Vio la muerte reírse en las esquinas. Vio a la gente vivir sin alma. Lo escribió todo. Lo gritó todo.

A los hombres les ofreció verdad. Cruda, sucia, sin anestesia. No buscó su aprobación: buscó su conciencia. Y por eso incomodó. Por eso fue señalado, marginado, ignorado por quienes prefieren vivir tranquilos en su burbuja. Pero también fue necesario. Como lo son los que no se doblegan.

Al Estado no le debía nada. Lo enfrentó. Lo denunció. Lo desenmascaró. Lo trató como lo que es: una maquinaria sin rostro que muchas veces traiciona a los suyos, protege al verdugo y olvida al inocente. Le exigió humanidad, no poder.

Y con Dios… Cuauhtémoc libró la batalla más intensa. Creía, sí. Aunque no podía probarlo. Aunque la ciencia lo contradijera. Aunque el dolor del mundo lo pusiera en duda cada día. Aun así, creía. Con una fe herida, pero fiel. Con la esperanza de que, detrás del caos, hubiera orden. Que detrás del odio, hubiera amor. Que detrás del absurdo, aún respirara Dios.

Si muriera hoy, Cuauhtémoc se iría con los ojos abiertos. Tal vez cansado. Tal vez con el corazón en carne viva. Pero se iría sabiendo que no traicionó su alma. Que escribió con verdad. Que vivió con dignidad. Y que —aunque nunca fue escuchado del todo— dejó palabras sembradas como cuchillos en la conciencia de los otros.

Y eso, en un país que olvida todo, es más que vivir.

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