Música basura, propaganda del Estado.
Por Cuauhtémoc Villegas | Crónica para Data2
El altar del ruido tiene un mecenas: el Estado mexicano. Mientras escuelas públicas se caen a pedazos, bibliotecas cierran por falta de presupuesto y orquestas juveniles desaparecen, los festivales de tumbada reciben recursos públicos con rapidez de wire transfer. La apología del crimen no sólo no se censura: se subsidia.
En los años 70, la Ley Federal de Radio y Televisión sirvió para marginar al rock por considerarlo subversivo. Tocadas prohibidas, redadas, silenciamiento. Hoy, en el año 2024, los mismos mecanismos del Estado que antes perseguían guitarras eléctricas, ahora montan escenarios para narco-cantantes. El cambio no es cultural: es político.
Según análisis de CompraNet y registros de festivales públicos:
Ese gasto incluye:
Mientras el INBAL, el IMCINE y el Sistema Nacional de Fomento Musical enfrentan recortes o congelamiento presupuestal, la tumbada crece. El Estado apuesta por lo rentable, no por lo formativo.
No es casualidad: la tumbada no exige reflexión. Solo aplauso. No construye ciudadanía: forma espectadores pasivos de la violencia espectacular.
La música que glorifica el crimen y la misoginia es hoy un producto cultural de exportación… financiado por los impuestos del pueblo.
La Secretaría de Gobernación mantiene silencio. Aunque las leyes federales permiten sancionar contenidos que promuevan la violencia, el narcotráfico o el odio, no existe una sola iniciativa oficial para regular o supervisar el fenómeno de la tumbada. La Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC) no ha emitido lineamientos, estudios ni criterios de advertencia.
Mientras tanto, la Secretaría de Cultura federal ha apoyado eventos donde artistas tumbados comparten escenario con mariachis, grupos folclóricos o poetas orales, en nombre de una “identidad plural” que en realidad oculta la claudicación ética del Estado ante la cultura del crimen.
Cuauhtémoc Villegas es autor de “El Juego de los Sietes” y columnista de Data2. Esta es la onceava entrega de la serie “El Altar del Ruido”, que analiza la implicación financiera y política del Estado mexicano en la promoción de la tumbada como dispositivo de control cultural.
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