



Música para la cárcel del alma
Cuauhtémoc Villegas/Objetivo7/Data2
“La tolerancia es un crimen, cuando lo que se tolera es la maldad”. Tomas Mann
En las cárceles de México, la música no libera. La música condena. No hay redención ni reflexión posible cuando desde las cinco de la mañana, los altavoces del penal vomitan corridos tumbados. No es una exageración: es una práctica cotidiana. En muchos centros penitenciarios del país, los internos son despertados con el ritmo de la apología del crimen. Y no por decisión propia: es la policía quien pone la música.
En los patios, durante las horas de trabajo, el soundtrack se repite: tumbada, reguetón, Bad Bunny. Letras que glorifican el poder violento, la mercancía humana, la impunidad celebrada. Así se forma el espíritu cotidiano del encierro. El encierro no sólo físico, sino mental, espiritual. Una prisión que se profundiza con cada verso que dice “yo soy el jefe” o “la vida me la vivo chido con mis plebes”.
La Música Como Método de Normalización
La música impuesta no es neutra. Cuando las autoridades carcelarias programan este tipo de contenido como rutina diaria, lo hacen dentro de un sistema ideológico. No es entretenimiento: es condicionamiento. Es un refuerzo sonoro de la jerarquía criminal, una pedagogía invertida donde la ley se borra y el crimen se entona como identidad.
A los internos que han cometido delitos menores o que purgan condenas injustas, se les obliga a convivir con un universo estético que no eligieron. El que no canta la tumbada, no es confiable. El que se resiste, es observado. La hegemonía sonora se convierte en una prueba de adhesión. La música como prueba de pertenencia. Como código no escrito del nuevo orden carcelario.
Una Cultura del Cautiverio
En un sistema penitenciario que debería tender a la reinserción, lo que se impone es la reafirmación del crimen. Desde la estética, desde el oído. Si la cárcel fuera una escuela, la música tumbada sería el himno. ¿Y quién lo canta? No los inocentes. Lo entonan los que ya han abrazado la lógica del poder por la violencia, los que reproducen la pirámide narca dentro de las celdas.
En lugar de silencio, reflexión o diversidad sonora, se impone un monocultivo musical que ahoga cualquier posibilidad de transformación. La cárcel ya no es el fin del crimen: es su incubadora estética. Y la policía —esa misma que en la calle pacta, encubre o participa— se convierte en curadora cultural del encierro.
El Estado Como DJ del Delirio
No se trata sólo de omisión. El Estado mexicano —a través de sus instituciones carcelarias— actúa como promotor activo de esta cultura. ¿Dónde quedó la SEGOB que en los 70 censuraba a los músicos por tocar en inglés o por cuestionar al poder? Hoy, no hay regulación sobre la música en cárceles. Ni una sola norma federal que establezca criterios sobre lo que se reproduce en los altavoces de los penales. El caos cultural se vuelve política de Estado.
¿Qué Canciones Merecen los Muros?
¿Y si la música fuera parte del proceso de sanación? ¿Y si los internos escucharan poesía, jazz, música clásica, corridos antiguos que contaban historias, no balaceras? ¿Y si cada mañana comenzara con Bach, con Silvio, con son jarocho, con Octavio Paz leído en voz alta? ¿Sería eso subversivo? Tal vez sí. Porque transformaría.
Lo que escuchamos también nos forma. Y en las cárceles mexicanas, lo que se escucha es una sentencia más larga que cualquier código penal.
Cuauhtémoc Villegas es autor de “El Juego de los sietes” y director en Data2 y Objetivo7. Esta es la tercera entrega de la serie “El Altar del Ruido”, dedicada a explorar la decadencia sonora del país como espejo de su crisis espiritual.