Pedro Valtierra, el fotógrafo de la nación

Pedro Valtierra: el hombre que cargaba la historia en una valija

Por Cuauhtémoc Villegas
Testimonio desde los pasillos de La Jornada

Lo conocí entre humo de cigarro, rollos mal rebobinados y el murmullo perpetuo de los pasillos de La Jornada en el hermoso edificio de Artículo 123 y Balderas donde a diferencia del nuevo edificio, se sentía la calidez y la grandeza del diario. Se llamaba Pedro Valtierra, pero para nosotros era simplemente Pedro, el hombre que caminaba con la historia al hombro, enrollada en celuloide, empacada en una valija de cuero, y lista para dispararse con una Leica o una Nikon, según la ocasión.

Venía del norte, como muchos buenos fotoperiodistas. Del polvo de Zacatecas, la tierra de mis padres, con la mirada entrenada en el contraste brutal entre la belleza del campo y la crudeza de la injusticia. En aquellos días, Pedro cargaba más que cámaras: traía hambre de verdad, de justicia, de país.

Me ofreció, más de una vez, sus cámaras.
—“Te cambio tres por tu Leica”, me decía sonriendo, como quien lanza una provocación cariñosa.

-Enséñale tu cámara, le decía a los colegas.
Él sabía que yo no iba a soltarla, pero disfrutaba esa pequeña negociación poética entre colegas. Era su forma de decir: aquí estamos, en lo mismo, tú y yo.

Su valija era su altar. Dentro traía rollos que olían a calle, a sangre seca, a pólvora, a madres llorando y a estudiantes corriendo entre gas lacrimógeno. Allí venía la historia de México: no la oficial, sino la de abajo, la que no entra a los libros de texto pero sí a las retinas de quienes aún no han sido vencidos por el olvido.

Pedro fue —es— uno de los últimos románticos del fotoperiodismo.
Le disparó al poder sin miedo. Le disparó a la pobreza sin morbo. Le disparó a la lucha con respeto.
Y cada disparo suyo fue un disparo de luz, no de plomo.

Fundó la agencia Cuartoscuro, Luego de Imagenlatina, porque sabía que había historias que los grandes medios ya no querían cubrir. Historias que olían mal, que incomodaban, que hacían que los poderosos fruncieran el ceño. Pedro las cubría igual. Como quien sabe que si uno no documenta el infierno, el demonio gana por default.

Cuando me cruzaba con él, su andar era ligero, pero su rostro estaba cargado de algo más profundo: una mirada que había visto demasiado y aún así no se rendía.
Fotografió la revolución sandinista, la represión en Chiapas, la vida indígena que resiste en silencio. Pero también tenía ojo para la ternura: niños jugando en la sierra, ancianos que ríen sin dientes pero con dignidad intacta.

A Pedro no le hacía falta un Pulitzer para ser leyenda.
Su archivo es más poderoso que mil galardones.
Porque lo que él hizo, y aún hace, no es fotografía.
Es memoria. Es denuncia. Es México.

Hoy, cuando todo es digital y el clic es fácil, extraño a ese Pedro con su valija llena de rollos, su sonrisa franca, sus cámaras vivas y su terquedad noble de seguir creyendo que una imagen puede cambiar algo.

Porque en el fondo, todos los que lo conocimos sabíamos una cosa:
Pedro Valtierra no fotografiaba lo que veía. Fotografiaba a la nación misma y al mundo.