Foto: Objetivo7fotógrafos/Cuauhtémoc Villegas Durán.
Por Cuauhtémoc Villegas/Ajo Blanco/Objetivo7/Data2
México se desangra mientras sus hijos bailan. En la tierra donde las madres pegan fichas de desaparecidos en postes y la justicia solo existe en las narcolíricas, hablar de paz es un acto de cinismo institucional. Las cifras del fin de semana son escupitajos de muerte: cuerpos en los baldíos, en casas, en la banqueta. El horror ya no grita: tararea.
¿Es posible que bajen los asesinatos en México? Claro, del mismo modo que es posible que un enfermo terminal se cure si deja de ignorar el cáncer. Aquí el tumor tiene nombre: impunidad. Lo alimentan las fiscalías corruptas, los gobiernos aliados del crimen y una sociedad dopada por TikToks de violencia.
El sábado y domingo se registraron al menos 37 asesinatos (CNSP + verificación en medios locales). Algunos apenas mencionados. El horror ahora es estadística.
Los adolescentes mexicanos crecen entre dos oráculos: el sicario y el reggaetón bélico. Cuando el futuro se resume a una pick up blindada y una tumba sin nombre, el asesinato se vuelve legítima defensa emocional. Las instituciones no solo han fallado: se han rendido.
Mientras tanto, los influencers discuten si Peso Pluma se vendió o no. Y los gobernantes se aplauden entre ellos porque “bajaron los homicidios un 2%”. En el fondo de una fosa, una madre escarba la tierra con las uñas.
México no necesita milagros. Necesita verdad, justicia y memoria. Pero el problema no es que no se sepa qué hacer: es que no se quiere hacer.
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