Capítulo I: El Último Relámpago del Porfiriato
La gloria, el mármol, y las grietas invisibles
Antes de que la pólvora tiñera de rojo los campos, antes de que el bramido revolucionario derribara estatuas y palacios, Manuel Ramos caminaba por un México que fingía eternidad. Sus calles eran espejismos: detrás de las fachadas afrancesadas y las avenidas anchas, latía un país con la respiración contenida.
Ramos, con su cámara al hombro, fue quien mejor supo leer esa doble piel. Cuando retrató a Porfirio Díaz montando su caballo Águila, no solo inmortalizó al dictador: captó la última exhalación del viejo orden. En la mirada fría del general, en la postura rígida sobre el corcel, ya se adivinaba la caída.
Mientras el régimen inauguraba monumentos —como el Ángel de la Independencia— y levantaba catedrales de progreso, Ramos encuadraba las sombras que esas luces arrojaban: el obrero que observaba desde lejos, la indígena que barría las escalinatas de mármol.
Cada imagen suya en estos años es un documento y un presagio. El último relámpago antes de la tormenta.
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