La sangre como tesoro: el legado vivo en la obra de Daniel Ruzo
Cuauhtémoc Villegas Durán /Objetivo7/Data2
En las alturas de Marcahuasi, a cuatro mil metros sobre el mar, Daniel Ruzo creyó escuchar un llamado antiguo. No era el eco de las piedras ni el susurro del viento entre las esculturas ciclópeas que él interpretaba como rostros de civilizaciones perdidas. Era algo más visceral: el clamor de la sangre humana reclamando su preservación.
Porque en La Historia Fantástica de un Descubrimiento, detrás de las teorías protohistóricas, de las montañas sagradas y de las profecías apocalípticas, late una idea central que da sentido a toda la obra: el auténtico tesoro a salvar no son las piedras, sino la sangre del hombre. La sangre como memoria genética, como semilla, como la síntesis viva de los cuatro reinos —mineral, vegetal, animal y humano—, el hilo rojo que conecta las edades y permite que, tras cada cataclismo, la humanidad pueda renacer.
Ruzo, que se veía a sí mismo no solo como arqueólogo de piedras sino como guardián de un legado biológico y espiritual, sostiene que las cavernas que decoran las esculturas no son tumbas, sino arcas. Arcas de piedra destinadas a preservar pequeños grupos humanos durante las catástrofes cíclicas que —según su lectura de cronologías secretas y mitos universales— azotan a la humanidad cada ciertos milenios. En sus palabras: “La sangre de esos grupos perpetuará la especie y se perpetuará a sí misma, llevando consigo la síntesis de los cuatro reinos: mineral, vegetal, animal y humano. La única razón de la existencia de las humanidades es la mutación continua que hace nacer de ellas al superhombre, un desconocido”.
Esa sangre es, en la visión de Ruzo, el receptáculo no solo de la memoria genética sino también del conocimiento simbólico, del arte, de las semillas de plantas domesticadas y de los animales que acompañaron a la humanidad desde tiempos inmemoriales. Al igual que las arcas de Noé en el mito bíblico —que para Ruzo no son barcos sino cavernas subterráneas—, las montañas talladas por civilizaciones protohistóricas son cápsulas del tiempo, úteros pétreos donde la humanidad puede replegarse y gestar su renacimiento.
Pero aquí es donde la obra de Ruzo trasciende la mera fantasía arqueológica y entra en el terreno mítico y filosófico. Lo que está en juego no es solo la supervivencia física, sino la continuidad del superhombre, de ese ser que, tras cada ciclo de destrucción y purificación, puede acceder a un nuevo nivel de conciencia y unión con las fuerzas telúricas y cósmicas.
En esta narrativa, el hombre no es un accidente biológico, sino el depositario de un proyecto cósmico que se juega en cada catástrofe. La sangre, entonces, no es simple biología: es memoria cósmica. Por eso Ruzo repite que las esculturas, los mitos, las cavernas y las profecías están todos al servicio de un solo propósito: preparar la salvación de la humanidad en su momento de mayor prueba. Como advierte en su manifiesto: “Solamente esta unión para tan altos fines puede dar sentido a nuestras vidas ante catástrofes cíclicas inevitables”.
Leyendo a Ruzo desde el presente, no es difícil encontrar ecos en los discursos contemporáneos sobre el colapso climático, la crisis de biodiversidad y las amenazas globales. Aunque su lenguaje es el del realismo fantástico y su método se inscribe más en la ciencia mágica que en la ciencia empírica, su intuición de que la humanidad necesita refugios —físicos y simbólicos— para sobrevivir a sus propios excesos, resuena con fuerza.
Quizá por eso La Historia Fantástica de un Descubrimiento sigue siendo incómoda y fascinante. Porque al final, detrás de sus especulaciones sobre piedras que sonríen al sol y cavernas que ocultan tesoros, late una pregunta que sigue siendo nuestra: ¿qué es lo que realmente debemos salvar cuando todo parece derrumbarse?
Para Ruzo, la respuesta es clara: la sangre del hombre. No los monumentos, no las máquinas, no los imperios. Sino esa corriente viva que transporta, de generación en generación, el legado profundo de la humanidad y su promesa de renacimiento.
Quizá, en las alturas de Marcahuasi, lo que Ruzo escuchó no fue un llamado del pasado, sino un presagio del futuro. Y tal vez, su eco aún resuene entre nosotros, recordándonos que el verdadero tesoro no se mide en oro ni en piedras, sino en la sangre que late y espera su renacimiento.
Cuauhtémoc Villegas Durán/Objetivo7/Data2 Los libros malditos: la batalla eterna por el conocimiento prohibido Por Cuauhtémoc…
Mensaje a la juventud del Perú/Daniel Ruzo de los Heros La más imponente de las…
Cecilia Ruvalcaba, jefa de enfermeras del Hospital Comunitario de Teocaltiche, fue asesinada durante la madrugada del…
Violencia en México al 8 de Mayo 2025: 29 homicidios registrados en medios, 58 en…
SE PRONOSTICAN LLUVIAS MUY FUERTES A PUNTUALES TORRENCIALES EN EL ORIENTE, CENTRO Y SURESTE DEL…